De la pared colgaban unas ristras de ajos.
Viejas supersticiones impregnaban la casa
De aromas del pasado. Nadie limpiaba el polvo.
Huérfanos de lectores, reposaban los libros
Sobre oscuros estantes, secos y apolillados.
En aquellas estancias, decadentes, sombrías,
Convivía con fantasmas que nunca me asustaron,
Y que me hablaban con la voz del viento.
Quién sabe si algún día, cuando sea uno de ellos,
Querrán contarme qué buscaban en mí,
Y por qué, de repente, ya no les intereso.
Cuando compré otros libros semejantes a aquellos,
E hice limpiar y reamueblar la casa, enmudecieron.
Siguen aquí, pero no son los mismos;
Cambié su mundo y los maté de nuevo.
Tampoco yo logro identificarme con objetos sin alma,
Y sólo me alimento de recuerdos.
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